domingo, 27 de abril de 2014

San Isidro

El auto quedó guardado, luego del choque. Así que mi ansiedad y angustia acerca de cómo resolver cada pequeña actividad de mis rutinas diarias (trabajo, tramites, hijos, colegio, hockey, natación, etc.) me impulsaron a correr. La semana pasada, esa angustía, me llevo al exceso. Y cada vez que me excedo corriendo, el fantasma del dolor en la planta del pié aparece. De modo que esta semana tuve que, si o si, parar un poco. Entre otras cosas, reemplacé correr todos los días por caminar aquellos recorridos que normalmente hacia en coche. Y salí a recorrer San Isidro, como cuando iba al colegio secundario. Fui a tarapia caminando, y aproveché a cruzar todo el centro de San Isidro a pié. Obtuve mi tarjeta SUBE, además para movilizarme en lineas de colectivo que ni sabía que existían (por cierto, que gran invento que me pasó inadvertido). Saqué un abono vecinal en el Tren de la Costa. En fin, me reorganicé.

De regreso de terapia, subiendo por Belgrano, antes de llegar a Cosme Beccar, me paré en "Coquito". Seguía ahí, en pié, sin tocar ni siquiera el cartel de la marquesina. Eso me transportó a mi infancia, digamos a los años 70 (uf! que viejo estoy!). Me acordé de algunas rutinas semanales que mi padre tenía. Terminaba de almorzar antes de las 14:00 para ir al "Bank of América", cuya sucursal estaba en San Isidro, sobre la galería de la calle Belgrano. A mi me parecía igual que ir al microcentro. Llegábamos, estacionábamos donde podíamos (porque siempre en San Isidro había mucho tránsito). La cola del Banco para hacer depósitos o pagar cuentas era inmensa, pero era menor que la del Banco Provincia, decía siempre mi padre. Y por esa razón, prefería ir al BoA. A mi me parecía interminable, pero me gustaba acompañarlo. Algunas veces, si el apuro de ir al banco era mayor y no hacíamos tiempo a almorzar, caminábamos hasta "Coquito" a comer panchos. Las distancias me parecían grandes. Mi papá siempre me decía que eran los mejores panchos del mundo. Y, para mi, eso no podía ser de otra manera. Tenían una técnica especial: el pan siempre estaba un poco húmedo con el vapor que salía de la cocción de las salchichas.

Unos segundos después de acordarme con lujo de detalles las ida al "BANK of America", regresé al 2014. Me quedé parado en la puerta, dudando. Creo que en mi cara había una sonrisa, pese a que en esa sesión de terapia de la que venía de regreso había llorado mucho. Una señora sentada frente al viejo mostrador de estaño, me miró y me dijo: "Hay lugar, acérquese. No se quede en la vereda". La señora se limpió la boca suavemente con una servilleta de papel. Mientras ella lo hacía y acomodaba su bolso, me acerqué tímidamente al mostrador y le pedí, con voz un poco dudosa, "un pancho, por favor" al que atendía. Noté que había una generación nueva al frente del comercio. Ya no era el señor canoso con voz ronca, de tanto fumar cigarrillos negros (quizás 43/70 o Imparciales). Había tres personas atendiendo, un varón y dos mujeres. Todos probablemente menores que yo. Me acercaron el pancho en un plato pequeño de metal liviano, le puse un poco de mostaza y con mucho pudor empecé a comer. Cuando lo saboreé, cerré los ojos casi imperceptiblemente, y el lugar me volvió a parecer gigante. Fue una sensación extraña.

San Isidro ahora está varias veces más intransitable con el auto. El crecimiento del parque automotor se nota. Nunca encuentras lugar para estacionar, ni siquiera en los estacionamientos pagos. A medida que caminas esas cuadras que van del Alto al Bajo, el paisaje va cambiando, pero es continuo. Calles peladas, sin Arboles, llenas de comercios de todo por un peso, lentamente se transforman cuando cruzan el mástil de Acassuso, donde se bifurca Belgrano en 9 de Julio, en calles con sombra tapadas de tupidas copas de árboles y veredas repletas de mesas de café. Al menos a mi, me parece que San Isidro sigue teniendo esa mezcla del cocoliche popular de algunos negocios, como el de Coquito, combinada con la elegancia aristocrática de los socios de sus clubes de Rugby que toman café en la vereda. En una época, el colegio Nacional reflejaba esa combinación multiclasista en el Aula.

Seguí caminando rumbo al bajo, me senté a leer "Crónica del Pájaro que da Cuerda al Mundo", en el café Martínez que está en la esquina de Chacabuco y Belgrano. Mi angustia iba transformándose en otra cosa y lentamente se ordenaba en una mezcla de pasado y futuro secuencialmente. La incertidumbre se desvanecía y los efectos de la sesión de terapia del mediodía iban acomodándose. Y el dolor del pié... ah! El dolor del pié. Me había acordado que me dolía el pié.

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