"De finales de aquel extraño verano a principios de invierno no se produjo en mi vida nada que pudiera denominarse "cambio". Los días empezaban y terminaban sin imprevisto alguno. En septiembre llovió mucho. En noviembre hubo algunos días de mucho bochorno. Salvo por el clima, un día apenas se diferenciaba del otro. Iba a la piscina casi a diario, nadaba una larga distancia, paseaba, hacía tres comidas al día y procuraba emplear mis energías sólo en cosas reales y prácticas.
A veces, sin embargo, la soledad me punzaba el corazón. El agua que bebía, incluso el aire que respiraba, venía cargados de largas agujas de punta afilada. Las esquinas de las páginas del libro que sostenía en la mano me amenazaba con un destello blanco como filos de una navaja de afeitar. A las cuatro de la madrugada, cuando todo estaba en silencio, podía oir como crecían las raíces de mi soledad" (H. Murakami, Crónica del Pájaro que da Cuerda al Mundo, Parte 3, Capítulo 3)
Y después de leer este párrafo, seguí con la lectura enganchado.